(ella/él)
Una vez, en Portland, Maine, un chico blanco y delgado vestido con ropas mugrientas me llama "negro". Espera a que nos crucemos por la calle para lanzarme el insulto a la espalda. Asombrado, me doy la vuelta para mirar fijamente su figura que retrocede. La intención de esta palabra es clara, disminuir mi valor y recortarme, pero no siento tal efecto. Me río para mis adentros o posiblemente en voz alta. Pienso en cómo mi madre, a lo largo de todos los años de nuestras agrias discusiones y espinosos enfrentamientos, consiguió volcar en mí tanto de su espíritu de lucha -instrucciones en una especie de orgullo que a menudo me había parecido exagerado-, todo para que yo fuera capaz de resistir exactamente este encuentro.
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